Al Estilo
Mathey
¿Verdad que duele?
GUSTAVO CADENA MATHEY
Conducida con la pericia siempre
demostrada por Francisco Romero su conductor, el vehículo bajaba la sinuosa y
complicada pendiente del altiplano, frente a la plancha luminosa de la ciudad
de México, que a esa hora de la noche se avizoraba en lontananza.
¡Que nadie duerma!, “¡nessum dormaaa!”; resonaba en la radio al interior de la
camioneta, la extraordinaria ópera de Puccini con la magistral interpretación
del extinto Luciano Pavarotti.
De pronto, mi amigo el magistrado, aquel que como Arturo, el del Brindis del
Bohemio es “de noble corazón y gran cabeza” (sin albures) voltea y me dice
“léete esto compadre”.
Y esto es lo que leí y que invito al lector a que lo haga, se titula “Los días
ordinarios”:
“Si crees que la vida en familia que tienes ahora, la tendrás para siempre, tal
vez debas prestar atención a los días comunes, esos que comienzan con cereal y
terminan viendo películas.
Entre ellos están los días en que mis hijos jugaban con el perro, comían helado
por los cachetes, y se mecían en los columpios. Tardes con manguera y lodo, que
los chiquillos terminaban en mi cama, en aquellas noches de cine familiar.
“Cuando mi primer retoño lloró en la puerta del kinder, pensé que siempre
lloraría al separarse de mí. Pero todo sucede por etapas y a su tiempo.
Entonces los problemas nos parecían enormes; las alergias, el partido perdido,
peces y hamsters que morían uno tras otro. Pero en general, el mundo en que vivíamos
y la familia que construimos, hizo sentir que la infancia era sólida y
duradera.
Lo más bello de esa etapa fue mecerlos en mi regazo oliendo a talco y a cabello
recién lavado. El beso y la bendición antes de dormir. Dejarlos en su recámara
por tan poquito tiempo, por que siempre amanecían en la nuestra.
Me preocupaba que si no les leía un cuento antes de dormir, no los motivaría a
leer, y me entristecía si discutían por el turno del juego como si fueran a
pelear por el resto de sus vidas.
“Todas las etapas llegan a su fin. La pelota deja de volar por el jardín. Los
juegos de mesa se llenan de polvo. Regalas la bañera de plástico y ahora
esperas horas a que salgan de la regadera.
La puerta de la recámara que siempre estuvo abierta, de pronto un día: se
cierra. Un día al cruzar la calle estiras tu brazo para alcanzar la manita que
siempre estuvo ahí para agarrar la tuya, y tu chico de trece años camina un par
de pasos atrás, pretendiendo no conocerte.
Has entrado a un nuevo territorio llamado adolescencia y no conoces el piso en
donde estas parada.
El hijo que cargaste y cuidaste se ha transformado en un
sujeto jorobado sobre una computadora.
“Te preguntas si lo estás haciendo bien, pues ya no hay marcha atrás. Te preguntas
si podrás sobrellevar el resto del día sin discutir, y acabas agotada
recordando aquellos días que parecían eternos y se han esfumado.
“Las advertencias y consecuencias ya no funcionan. Las charlas de sobremesa ya
no existen. Haces lo que puedes, como puedes: llenas el refrigerador,
chofereas, negocias permisos, supervisas, asistes a las citas de
calificaciones, dejas de asistir a los partidos, e ignoras la recámara que
parece haber sido bombardeada.
Te piden otra vez dinero. Tratas de no hacer muchas preguntas. Tratas de
obtener todas las respuestas. Vuelves a llenar el refrigerador. Compras pizzas.
Te asomas por el balcón a ver la fiesta. Aprendes a textear con ellos. Aprendes
a rezar por ellos. Tus noches de sueño ahora son noches de alerta. Te haces
experta en leer entre líneas, en interpretar miradas, en determinar olores.
Te dice "qiubo ma" y de pronto estas de frente a una verdad que
sabías desde hace tiempo y te negabas a enfrentar.
“Ahora el joven no necesita, ni que le prepares lonche, ni que le cierres la
chaqueta: necesita tu confianza.
Te recuerdas a ti misma, que habrá que de dejarlos ir y practicas el arte de
vivir el presente. Saboreas cada minuto que tienes, aquí y ahora, cenando con
tu familia y diciendo buenas noches en persona. Das el beso en la mejilla y la
bendición en la frente, aunque parezca que ya no les gusta.
“No podemos cambiar el crecimiento de nuestros hijos, pero podemos cambiar
nuestra actitud ante ello, en vez de decir lo que deberían corregir, piensas en
lo superado y logrado por cada uno, por que en cualquier momento vas a estar
abrazando a tu pequeño de 1.80 metros de estatura y lo harás de puntitas para
decirle al oído que lo extrañarás mientras hace su maestría en otro continente.
El torbellino de los cajones azotados y los ganchos caídos buscando una
sudadera al son de la música estridente, se han ido ya. La casa tiene una nueva
clase de silencio. El galón de leche se vuelve agrio. Por fín sobra una rebanada
de pastel para tí, pero ya no tienes apetito. Nadie te pide que lo lleves a
ningún lado.
“Entonces sentada en la mesa del antecomedor, me pregunto cómo es que todo pasó
tan de prisa. Mis libreros están llenos de albums con veinte años de fotos:
piñatas, premios, partidos y navidades. Sin embargo, los recuerdos que más
deseo atesorar; los que desearía volver a vivir, son los momentos que nadie
pensó en fotografiar; esos ratos que pasaban a diario entre la cocina y el
cuarto de tele. Desayunar cereal en pijamas y acurrucarnos a ver una película
al final del día.
“Me tomó mucho tiempo percatarme, pero definitivamente lo aseguro, que el más
maravilloso regalo que me ha dado mi familia, el que compone mi más grande
tesoro, es el regalo de esos preciosos y perfectos días ordinarios”.
Hasta aquí esta hermosa reflexión surgida al parecer de un portal llamado La
Taza de Papel, y de la vivencia de Katrina Kenison.
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